Por Antonio Casas, especial para NOVA
Hacía mucho tiempo que no los visitaba, 10 años desde que murió el abuelo. De ese entonces solo recuerdo la extraña experiencia que tuve al acercarme a su féretro y no ver nada en el interior. Lo comenté inmediatamente, pero todos decían que debía de estar perturbado por que ellos sí lo veían, dormido, inmóvil, enfundado en el traje que siempre llevaba en los días de fiesta.
Me llamaron de madrugada, había muerto la abuela, pedían mi presencia para presentar mis respetos en este trance familiar. Al entrar al salón del velatorio, encontré todo exactamente igual como lo había visto hace diez años, la familia estaba reunida en silencio, algunos con los rostros cansados tras llegar de muy lejos, dilate el tiempo mientras saludaba a cada uno de los reunidos, evitando acercarme al ataúd. Fue inevitable al final, pues mi hijo menor con la inocencia de su edad me compelía para ver a la abuela que no conocía.
Ella no estaba, pregunte a mi pequeño si la veía y me dijo que sí podía verla y que ahora podía contar a sus compañeros del colegio que tenía una abuela muy linda. Tras esta confirmación de que algo extraño sucedía, me atreví a interrogar al mayor de mis tíos que estaba sentado al lado de la capilla ardiente respecto a esta extraña experiencia que se repetía ese momento. Él me observó callado por un momento y luego me arrastró casi a ocultas hasta el sótano de la casa mayor. Me dijo que esperara y que pronto entendería el porqué de mi experiencia. Esperé por un momento, entonces en la penumbra logré distinguir una sombra que se acercaba lentamente hasta mí.
Era imposible lo que observaba, mi abuelo estaba frente a mí con su traje de fiesta, con la misma sonrisa que tenía todos los días de mi niñez, con la mano cálida y rugosa que me estrechaba en las tardes frías de invierno. Tras él, mi abuela expectante aun con el habito del convento que había pedido que le pusieran cuando muriera. También mi madre, mi padre y una multitud que me rodeaba. Todos ellos familia congruente y que formaban un extraño circulo en espera de lo que yo pudiera decirles.
Abracé a mi madre, la encontré tangible, eterna. Estreché a mi padre con esa ceremonia filial que pedía disculpas por no estar cerca de él, el día de su despedida. Mi abuelo entonces me dijo:
-Aquí estamos todos. Puedes venir aquí cuando lo necesites. No hables de esto con nadie ni siquiera con la familia porque si no ya no nos encontrarás.
Tras ello salieron de la habitación subterránea dejándome solo. Extrañamente quedé tranquilo, volví al salón del velatorio y acompañé a la familia por el resto de la noche, hasta la madrugada, en el ataúd mi abuela sonreía apaciblemente, ahora podía verla y sabía que el día que yo estuviera en su lugar mi hijo o mi nieto podrían encontrarme junto con ella, en el sótano de la casa familiar.